La antipática limitación de la empatía

Es tu problema

Desgraciadamente se ha hecho muy habitual escuchar o leer declaraciones de algún personaje relevante (deportista, político o simplemente famoso) que, después de haber metido la pata se excusa públicamente con la engañosa fórmula del «Pido perdón si alguien se ha podido sentir ofendido…» que es como decir «Lo que yo he dicho (o hecho) no es ofensivo pero si tú tienes la piel fina, qué haremos…». Vaya, que el problema no lo tengo yo que te he ofendido sino tú, que eres susceptible. El relativismo tiene estas cosas…

Pero si bien es cierto que algunos tienden a espolearse las púas de encima, también es verdad que como humanos que somos estamos inclinados al bien y eso quiere decir que intuimos que las cosas que nos rodean -y aún más las personas que nos rodean- nos afectan, nos condicionan, forman parte de nuestra vida y condimentan nuestra felicidad. Que no estamos solos en el mundo, vaya. Y eso exige un posicionamiento hacia los demás y sus problemas.

Este posicionamiento dibuja un arco de posibilidades grande: desde el compromiso completo hacia el prójimo, a la empatía, la solidaridad, y así ir bajando hasta la indiferencia, el rechazo y el egoísmo radical. Y como cada cosa es diferente hay un nombre para cada cosa; y esa es precisamente la razón de ser de este artículo: que llamemos a cada cosa por su nombre.

Del convite del ágape a la comida solidaria

Dicen que el compromiso no está de moda. Es una suerte porque sólo las modas pasan de moda y nos saldría demasiado caro que el compromiso se viera comprometido de forma tan crítica, si se me permite el juego de palabras. Pero es verdad que cuesta comprometerse. Proyectados hacia el bienestar propio somos cada vez más miopes sociales.

En la antigua Grecia, en cambio, una modalidad habitual -necesaria- de relación era el «ágape» o convite; el anfitrión obsequiaba a los invitados con lo bueno y mejor de lo que tenía, alrededor de una mesa. De hecho «ágape» significa «donación», y es en este sentido que el Cristianismo, a través del latín, deriva la palabra «caritas» y acuña un sello identitario propio de la fe: el amor sublimado (no interesado).

De un tiempo a esta parte, y de forma particular en nuestra casa, todo lo que suene a «clerical» tiende a ser bandeado, así que aunque gracias a Dios la caridad se sigue ejerciendo a toda máquina, se ha tendido a sustituir esta palabra por la de «solidaridad», que parece menos connotado.

No es extraño sentir políticos que se llenan la boca hablando de solidaridad: con las víctimas de un desastre o atentado, con la gente desfavorecida, con colectivos discriminados… La etimología de «solidaridad» remite a la cohesión, a ser partícipe de algo, a identificarse. Ser solidario demuestra un grado de consideración hacia el otro, un reconocimiento… Pero esta loable identificación en el fondo no suele pasar de ser un golpecito en la espalda y nada más.

Ser solidario, al fin y al cabo, resulta bastante «barato» porque en realidad no te implica y quizá por eso se hace un uso tan generoso; por bienintencionada que sea, la solidaridad no va a la raíz (no es radical) como lo hace la caridad: ser caritativo es enfangarse, cargar los problemas de los demás en la espalda. O mejor aún: cargar en la espalda a los demás y a sus problemas. La solidaridad, no. Estirando la analogía diríamos que en el ágape el anfitrión se hace cargo «caritativamente» de todos los gastos de la comida mientras que en una comida «solidaria» cada uno aporta lo que buenamente puede o quiere.

Simpatía o empatía… pero que te aguante tu tía

Vivimos en una sociedad de consumo que todo lo devora: a los cuatro días todo caduca; y al parecer las palabras también. Ser «solidario» empieza a ser antiguo, connota una postura política ideológicamente orientada a la izquierda, en particular a movimientos obreros del siglo XX. Hoy hay que «sentir simpatía» por alguna causa y, si se quiere estar a la última, «empatizar», que suena mucho más moderno (seguramente porque como verbo es un neologismo de este siglo).

Así pues, a alguien que muestre interés por los demás le diremos que es una persona simpática; y al que se haga cargo de los sufrimientos ajenos le otorgaremos el honorable calificativo de empático.

Lo que pasa es que ambas palabras tienen la misma limitación que la solidaridad. Cuando tenemos un problema ni los simpáticos ni los empáticos -por muy bien que nos caigan, y por mucho que nos acompañen- no nos ayudan a resolver el tema de fondo. Acompañan, que no es poco (¡al contrario, es muchísimo!), pero no aportan soluciones. Son de gran ayuda pero tanto la simpatía como la empatía se quedan a las puertas, precisamente porque no nos implican, no significan entrega. Fijémonos en la definición que nos da el diccionario del IEC:

Simpatía: Calidad de ser afectado por lo que afecta a otro. Ponerse una cuerda a vibrar por simpatía cuando se hace vibrar otra.

Empatía: Facultad de comprender las emociones y los sentimientos externos por un proceso de identificación con el objeto, grupo o individuo con el que se relaciona.

Ambas palabras comparten la raíz griega «pathos». Esta palabra abstracta se puede traducir según el contexto por «sentimiento», «fuerza interior (motor)», «pasión» e incluso «sufrimiento o enfermedad» (por eso, por ejemplo, hablamos de patologías cuando queremos describir la causa de una enfermedad; de apatía, para decir que no tenemos ánimo, que nos falta «garbo»; o de patetismo para indicar que alguien o algo da pena).

Etimológicamente, pues, la diferencia entre ambas palabras la encontramos en el prefijo, también griego: «em», indica «interior; » sym» quiere decir «al lado». De forma llana diremos, por tanto, que la simpatía es «hacer lado» (lo de ser solidarios, como decíamos) y la «empatía» es «saber ponerse en los zapatos de otro»… pero sin llegar a ponérselos nunca.

Con la definición de «simpatía» hemos copiado también el ejemplo que aporta el diccionario porque ilustra muy bien lo que decíamos: si no hubiera vibración de una cuerda, la otra no vibraría. O sea: la simpatía se genera por contagio, reacción o sinergia. Ante un problema el simpático primero te escuchará pero en seguida que pueda te llevará a su terreno para darte su parecer; te dirá cosas como «no des tantas vueltas», o bien «no hay para tanto», o acabará explicándote el «su» caso con un «yo de ti lo que haría…» o un «a mí me pasó algo peor…». Pueden ser buenos consejos y te pueden ayudar a relativizar un asunto o a darle una perspectiva diferente, pero no son tus soluciones sino las suyas.

En cuanto a la «empatía» tenemos bastante con poner el énfasis en la palabra «identificación» que existe la definición del diccionario para llegar a una conclusión parecida: el empático te comprende, se pone en tu piel -¡y eso ayuda mucho, insistimos!- pero tampoco aporta soluciones a un eventual problema. El empático te ofrece noblemente su hombro, te entiende, te escucha de verdad y te acompaña. Acompañar a alguien en una dificultad es un «deporte» que deberíamos practicar mucho más a menudo. La empatía es un gran consuelo, e incluso muchas veces es justo lo que nos hace falta: que nos escuchen y nos entiendan. Y nada más. Pero cuando el problema es grande de verdad con la empatía sola no es suficiente. El consuelo llega; sin embargo el problema persiste.

Y cuando esto ocurre, cuando hay que actuar en el fondo de la cuestión, es cuando  MAP* entra en juego: ir a la raíz, buscar el origen y tratar el problema para resolverlo.

Quim Carreras.

Joaquim M Carreras es filólogo, maestro y promotor de artes escénicas con 30 años de experiencia profesional en la docencia, el ocio y la formación de personas.

*MAP: https://www.sistemamap.com

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